domingo, 1 de junio de 2014

La ladrona de libros - Mark Zusak

Con el reciente estreno de la película, he tenido que acelerar el proceso y saltarme unas cuantas lecturas que precedían a esta novela en La Lista.

La Lista es ese conglomerado mental de títulos que "tienes que leer". La Lista ni  se crea ni se destruye, solo se transforma. Un título puede ingresar en La Lista una tarde y salir de ella dos días después (algunos porque pasan a engrosar el cajón de la memoria y otros el del olvido). Otro título, sin embargo, puede pasar años esperando en La Lista, aguardando agazapado el momento oportuno.

¿Y por qué el libro antes que la película? Porque me gusta salir del cine gritando «¿Qué han hecho?». Si lo hiciera al revés, pasarían dos cosas:
1) Valoraría la película sin tener en cuenta todos los factores.
2) El título se quedaría en La Lista muuuucho más tiempo (pobrecito, ¿no os da pena?)

En cualquier caso, es un  buen título para inaugurar el blog. Porque La ladrona de libros no es solo un libro, son muchos; porque abarca un amplio espectro de lectores a los que les gustará, aunque siempre hay para todo; porque me gusta cuando alguien decide que todavía hace falta dejar claro que las palabras son muy importantes, y hace falta; y porque dentro de unas semanas podré publicar otra entrada sobre la película y decir: «¿Qué han hecho?».




La historia de La ladrona, en mayor o menor medida, ya es mundialmente conocida: niña alemana dada en acogida a una familia del  Molching, cerca de Munich, que roba su primer libro a la nieve, un manual de cómo ser el perfecto sepulturero (quizá  termine necesitándolo). Allí, mientras Alemania comienza una guerra contra el mundo, la pequeña aprende a leer y escribir, conoce la amistad, roba más libros, esconde un judío en su sótano y otras muchas cosas normales de una vida normal en la maravillosa Deutchland de los años cuarenta.

El valor de la novela radica, precisamente, en aquello a lo que tantas vueltas da: las palabras. En definitiva, el lenguaje y su multiplicidad. Con una intrincada (aunque aparentemente sencilla) estructura, La ladrona de libros va deshojando otras tantas historias más, otros tantos libros más. La muerte nos irá descubriendo «La ladrona de libros» (así, entre comillas, aparece), la historia que Liesel Meminger escribió en el sótano de su casa de Himmelstrasse. El sótano en el que aprendió a leer con su padre adoptivo, Hans Hubermann, pintando en las paredes. El sótano en el que escondían un judío, Max Vandenburg, de los puños de Hitler. El sótano que la salvó la vida. El sótano, que es la habitación oculta, bajo el hogar. ¿Y bajo El árbol de las palabras y El vigilante, las dos historias que Max creo para Liesel? Las páginas del Mein Kampf. ¿Casualidad?

En general es una historia bien contada con unos ingredientes bien vendibles. Pero, ¿acaso es un delito querer vender libros? El Quijote no existiría sin los best seller de la época, las novelas de caballería. A veces hace falta recordarlo.

Un personaje al que leer  con atención... bueno, dos: Hans y Rosa Hubermann.

Un detalle: el uso de los colores en las descripciones.

Una banda sonora recomendada para disfrutar durante la lectura: La Campanella, de Niccolò Paganini.
Nunca Wagner, no vaya a ser que os den ganas de invadir Polonia, o al vecino de al lado, y eso es justo lo que queremos evitar. ¡Hay que demostrar que aprendemos de los grandes errores de la historia! ¿O no es el fin de todo esto?

A favor: el empleo fantástico de la voz narradora, la estructura de matrioskas (las historias dentro de la historia), la humanización del conflicto sin caer en el morbo y, sobre todo, la revalorización de las palabras como objetos (sí, objetos, yo me entiendo) no ya importantes sino fundamentales.

En contra: otro más sobre la Segunda Guerra Mundial y lo malos que fueron unos (los que sean) y lo buenos que fueron otros (los que resten). En caso de que alguien busque solo a la niña contra los nazis... que lea El diario de Ana Frank, que también tiene un narrador interesante.


«Sin las palabras, el Führer no era nada. No habría prisioneros renqueantes, ni nadie necesitaría consuelo o trucos palabreros para hacernos sentir mejor». 


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