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lunes, 30 de junio de 2014

El río del olvido, Julio Llamazares

“En el país de la infancia, todos somos extranjeros”


La lectora se sumerge en la obra de Llamazares con cierto escepticismo pero con ánimo de seguirle en sus aventuras por el curso del río Curueño, desde su casa, eso sí: gracias a la ventana de Google. El escepticismo viene provocado por los libros que tienen (o dicen tener) una importante dosis de realidad en su interior. Para la lectora hace tiempo que la literatura es la patria de los sueños (“la fantasía al poder”, dice su maestra), no la patria de la realidad. Por eso, la lectora desconfía de su libro, como desconfía de la realidad.
La lectora comienza la caminata del viajero siguiéndole a través del Google Maps, con sus itinerarios y sus imágenes, se introduce en el valle leonés del Curueño y se esfuerza por visualizar el paisaje humano del que da cuenta el viajero. Éste se recrea en las vistas, en las anécdotas de la zona y en los personajes (las personas) que pueblan sus tierras. Con un mecanismo interesante introduce algunos de ellos contestando sus propios pensamientos, lo que hace pensar a la lectora escéptica que son más producto de la imaginación del viajero que producto de la tierra. De estos encuentros más o menos ficticios se vale el viajero para transmitir al lector (en este caso la lectora escéptica) los mitos de la zona, como la leyenda de Polma y Curienno o la casa de los duendes; las referencias a personajes históricos (o no) como la Dama de Arintero o el moro tuerto que dio nombre al pueblo (Montuerto); y sobre todo el paisaje y las sensaciones que éste le transmite al viajero: las piedras de la vieja calzada romana, los puentes diseminados a lo largo del curso del río, las cascadas escondidas o las cuestas imposibles de subir. Poco a poco el viajero se adentra en los rincones de su infancia, los rincones de la memoria, a los que accede, a veces sin darse cuenta, por medio de los sabores, los sonidos o los olores de su tierra. Al regresar al pueblo donde pasara los veranos, lo hace como un forastero, “en el país de la infancia, todos somos extranjeros”. Y entiende mejor ese sentimiento al conocer a don Laurentino el Matalobines, expulsado de Villarrasil, su hogar, que fue muriendo poco a poco hasta quedar despoblado. Éste es otro tema que al viajero le resulta acuciante, la despoblación de estos montes, la pérdida irremisible de sus gentes, dispersas ya por el mundo, y la devastación en forma de una Villarrasil fantasma que apenas sí logra encontrar entre la maleza. Las preocupaciones del viajero ya venían de lejos, desde que en 1988 fabulara sobre la desaparición de Ainielle, otra aldea muerta, del Pirineo Aragonés.