viernes, 18 de julio de 2014

La muerte en el espejo y el diablo en la pared. (Il cavaliere e la morte de Leonardo Sciascia)

Para que no te dejes apartar del camino de la virtud porque te parezca abrupto y temible, porque tal vez hayas de renunciar a las comodidades del mundo, y porque constantemente has de combatir contra tres enemigos en lucha desigual, que son la carne, el demonio y el mundo, te será propuesta esta tercera norma: todos esos espectros y fantasmas que se abaten sobre ti […] has de tenerlos en nada.
Erasmo de Rotterdam


Para Margaret H. Persin  algunas de las características de la postmodernidad se encuentran de un modo muy vivo en la literatura ekphrástica, afectada por problemáticas como la intertextualidad, el traspaso de las fronteras del discurso poético, el dialogismo, los géneros, etc. Y dentro de esta literatura postmoderna que intenta alcanzar, por medio de la palabra, la percepción visual; se encuentra Il cavaliere e la morte, de Leonardo Sciascia, obra inspirada en uno de los más célebres grabados de Durero: Ritter, Tod und Teufel (El caballero, la muerte y el diablo).




En el principio era… el grabado

Intento centrar este texto en torno a la postmodernidad, por lo que debe tenerse en cuenta que ésta es heredera directa del concepto de “modernidad”, y que, obviedades al margen, uno de los hijos más aventajados de aquel movimiento filosófico y sociológico del Renacimiento fue el pintor alemán Albrecht Dürer, autor del grabado en torno al cual gira la obra de Sciascia.

En el centro de la escena aparece un caballero sobre su montura: rostro sereno, armadura férrea, espada envainada y lanza en posición de descanso, aunque rematada por una cola de lobo, símbolo del guerrero germano.


En su camino le asaltan los otros dos protagonistas de la composición. Por una parte, a la derecha (detrás) del caballero ha quedado el Diablo, un extraño macho cabrío de un solo cuerno, aire carnavalesco y gesto bobalicón. A su izquierda está la Muerte que parece, en principio,  amenazante con un reloj de arena en la mano y serpientes coronando su cabeza, pero que en realidad monta un jamelgo agotado y alza los ojos con supino aburrimiento.
        


El resto de elementos que componen el cuadro son: el perro, que sigue fiel al caballero entre las patas de su cabalgadura; el reptil, arrastrándose en dirección contraria; la calavera, marcando el camino; y al final de éste, en lo alto, un castillo o ciudad fortificada.




Parece ser que el Durero se basó en el Enchiridion militis christiani (Manual del caballero cristiano) de Erasmo de Rótterdam, reflejando una alegoría del caballero que, impasible ante la tentación y la muerte, muestra una decisión firme, enérgica y activa, propia de un buen cristiano.

Pero como la interpretación es libre y además gratuita, han sido varias las distintas visiones o versiones que se han dado de la imagen: desde Alberti en su poema “A la pintura” (“Misteriosa escritura / que irrumpe en agua fuerte / a caballo la muerte / por una selva oscura”), hasta Luis Alberto de Cuenca con “El caballero, la muerte y el diablo” (“ Aquí está el caballero de la cruz y la rosa / señor de la esperanza, príncipe de la fe, / rey sin cetro, monarca sin corona, caudillo / que conduce a sus hombres en la batalla”); pasando por Borges y “Dos versiones de Ritter, Tod und Teufel” (“Bajo el yelmo quimérico el severo / perfil es cruel como la cruel espada / que aguarda. Por la selva despojada / cabalga imperturbable el caballero”).

Y así llegamos a la interpretación personal de Leonardo Sciascia, que supo ver con El caballero y la muerte más allá de la religión, pero también más allá del gorjal.

Il cavaliere e la morte

La narración de Il cavaliere... se articula a modo de relato policíaco, con una estructura, a priori, de corte clásico: se ha producido el asesinato de Sandoz, un poderoso abogado político, y el Vice  (el vicecomisario de policía, protagonista sin nombre) y el Jefe serán los encargados de emprender la investigación, reconstruir las últimas horas de la víctima, hablar con las últimas personas que lo vieron con vida… Así llegan hasta el Presidente que, de muy buena gana, les ofrece en bandeja una línea de investigación jugosísima: a Sandoz lo asesinó una organización terrorista llamada “Los hijos del ochenta y nueve”, desconocida hasta entonces. El Jefe se conformará con seguir el camino que tan claramente le han marcado, pero mientras, al Vice le cabe una duda razonable: esta organización no existía, pero quieren que exista, ¿crearon a “Los hijos del ochenta y nueve” para matar a Sandoz? ¿O mataron a Sandoz para crear a “Los hijos del ochenta y nueve”? Siguiendo su instinto, el Vice emprende una investigación extraoficial que lo llevará, efectivamente, hasta el final del asunto.

Este sería el argumento normal de casi cualquier novela del género, sin embargo, en un momento dado la historia se transforma, la trama pierde fuerza en favor de un discurso mucho más profundo y reflexivo. Pero antes de que esto ocurra, Sciascia ya ha dado pistas de su verdadera intención. Las primeras líneas del relato nos muestran a un hombre, el Vice, carcomido por el cáncer, con la muerte ya cercana, pero fumador empedernido, que increpa a su Jefe de un modo peculiar: “Supongo que usted ya habrá escogido su forma de morir”.

Por otra parte, tras el primer interrogatorio, el del Presidente, Sciascia nos ofrece las explicaciones de lo que se ha dejado entrever en la conversación y apunta al posible culpable del crimen con demasiada claridad: sin dejar espacio para las dudas y conjeturas del lector. ¿Por qué? ¿Está el novelista subestimándonos a priori? No. Sólo está dejando patente que la trama policíaca es una mera excusa y, por eso, se permite el lujo de desvelar los juegos lingüísticos propios del género. Este alejamiento de la historia que hace las veces de marco, se materializa finalmente en una metáfora: revolviendo entre la basura del restaurante donde la víctima había cenado la noche anterior, el Vice comienza la verdadera historia, apartándose  de la trama detectivesca y centrando la narración en la figura de un hombre ante la muerte (“Pero había otro pensamiento inquietante: que entre la basura el hombre se encaminase hacia la muerte”), un hombre, sin embargo, cuya lucidez sirve a Sciascia para hacer una amarga reflexión del mundo (“vamos a por la basura: la buscamos, la manipulamos, la interpretamos; esperamos que nos proporcione algún vestigio de verdad […] la basura nunca miente”).

A partir de aquí, como decía, comienza la verdadera historia. Las voces del narrador y el protagonista se van fundiendo en una sola y el relato casi alcanza la primera persona, haciendo el discurso más psicológico y menos narrativo. El tono, entre irónico y cínico del Vice pasa al narrador, expresando opiniones sin necesidad e ponerlas en boca del primero. En un momento determinado de la historia, aprovechando un párrafo anterior de corte metaliterario (“su línea de investigación es novelesca, de novela policíaca digamos clásica, de ésas que los lectores, que se las saben todas”), la voz del Vice es la que hace evolucionar la narración (“Pero siguiendo con la novela…”), completando la fusión entre Sciascia y el Vice. Solo en ciertos momentos muy puntuales se separan las perspectivas, pero con el fin de hacer cómplice al lector (“un mosaico. Como el que estaba componiendo el Vice, y ahora nosotros, en detrimento del relato pero quizá para bien de la historia”).

De entre las múltiples reflexiones insertas en la novela, he optado por resaltar las tres cuestiones que, a mis ojos, parecen componer el esqueleto de la historia: la condición del siciliano con respecto a su tierra, una serie de consideraciones acerca del poder y sus múltiples formas y, finalmente, el discurso ecfrástico sobre el caballero ante la muerte.

Sicilia es uno de los grandes temas en toda la literatura de Sciascia. Mientras Lampedusa (Il gatopardo) trató la sicilianeidad vista desde una perspectiva del pasado, desde los ojos de un príncipe; Sciascia habla de la Sicilia presente (presente para los años ochenta), ahondando en las raíces del pesimismo siciliano (y lo hace citando a Verga: “Pero Gesualdo es siciliano, y ahí surge la dificultad…”) y en el conflicto amor/odio que le inspira su isla: “no es posible querer tanto a un pueblo, a una gente; además, un sitio en el que se ha sufrido, y una gente con la que no se ha congeniado en absoluto”. Y, quizás, por ese sentimiento contradictorio el Vice se deja llevar por la Memoria cuando siente el fin cercano, y desembarca en una isla desierta que le lleva a una lectura de su infancia, La Isla del Tesoro.

En cuanto a las relaciones entre el grabado yo la novela, podría decirse que toda la historia es una interpretación del primero, en el sentido de que el Vice recorre el último tramo del camino de Durero en pos de la fortaleza (“la verdad suprema, la mentira suprema”) arrastrando a una Muerte cansada, una muerte que da “más una imagen de mendicidad que de triunfo”. Lo ronda también el Diablo, “demasiado horrible para resultar convincente. Valiente coartada de los hombres”, al que están intentando devolver su posición en forma de “Los hijos del ochenta y nueve”: “Es necesario que el Diablo exista para que el agua bendita sea bendita”.

Pero a pesar de todo esto, de toda la corrupción que envuelve el mundo, el Vice sigue su camino intentando descifrar el acertijo, intentando arrojar algo de luz, algo de verdad, sobre los hechos. Y aun cuando abandona el barco, cuando deja de lado cualquier intento, aun permanece su “amor a la verdad” (hablando con el Gran Periodista, el cuarto poder).

En otro orden de cosas, siempre desde la visión descarnada y mordaz que puebla toda la novela, aparece diseminada en diferentes comentarios lo que podría llamarse una “teoría del poder” que viene a concretarse en palabras de uno de los personajes, el doctor Rieti, que habla de dos poderes: uno visible y otro sumergido. El primero lucha contra el segundo, especialmente cuando emerge violentamente, pero a la vez lo necesita. El Vice lo explica en pocas palabras: la seguridad del poder se basa en la inseguridad de los ciudadanos. Las sociedades que el hombre ha construido en el siglo XX, basadas en democracias y libertades, pero también en leyes inexpugnables, son, en realidad, una farsa, una sátira. Otro modo de control, de abuso del poder, distinto del que se podía encontrar en las dictaduras fascistas o en la Rusia comunista, pero solo en apariencia.

Para concluir, quisiera quedarme con una idea que, en la novela aparece casi como por casualidad, pudiendo pasar inadvertida, pero que me ha parecido fundamental: Dios no ha muerto. No para todos. Sólo se ha cambiado el traje y ahora se hace llamar “ciencia y tecnología”. La promesa de esta renovada deidad es la de no enfermar, no sufrir, no envejecer… en resumen, de vencer a la muerte. Para el Vice esto es claro: “No quiero morir con los religiosos consuelos de la ciencia, que no sólo son tan religiosos como los otros, sino que además resultan atroces.”

Sólo algunos, entre ellos Leonardo Sciascia, han logrado comprender el verdadero valor de las palabras que Nietzsche lanzó al mundo hace unas décadas. Para Sciascia, que no es otro sino el Vice, caballero impertérrito sobre su corcel, lo mismo dan los bufones que rondan el camino. Mira a la muerte a los ojos cada vez que se mira en el espejo, porque comprende que es la única certeza con la que cuenta el hombre desde que pone el pie en el mundo. Y deja al diablo en el grabado de Durero, colgado en la pared, porque el infierno está en él, en todos los hombres (“Quizá porque el delito está en nosotros y quise conocerlo un poco”), a punto siempre de estallar, contenido tan sólo, no ya por un Dios, sino por una ética, por una manera de comprender la vida. Para Sciascia y para el Vice, como para Nietzche, y puede que incluso para Durero, lo importante es el camino y el modo en que lo recorremos.

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